El Pensamiento de Buenaventura Luna

Eusebio de Jesús Dojorti, popularmente conocido como Buenaventura Luna, fue un destacado folklorista sanjuanino nacido en 1906 en Huaco y fallecido en 1955 en la ciudad de Buenos Aires. Pese a que éste es su perfil más conocido, su trayectoria pública tuvo muchas otras facetas: fue militante político, periodista, escritor costumbrista; creador, director y productor artístico de grupos de música nativa; libretista y animador de sus propios programas radiales; poeta, músico, letrista y recitador. En cada una de estas áreas puede rastrearse una rabiosa piedad política por el semejante, por el hombre y la mujer humildes del país argentino, por la Justicia Social. Este blog intentará dar cuenta de la originalidad y la riqueza que Dojorti/Luna desarrolló en su infatigable laborar en el ámbito de la Cultura Popular: una reflexión que puede enmarcarse dentro del Pensamiento Nacional pero también, y a la vez, un pensamiento propio. Un Pensamiento Dojortiano.

miércoles, 28 de julio de 2010

"Canto Final"

Por Carlos Semorile

 

Dentro de algunas horas, todo Huaco volverá a reunirse en torno al algarrobo bajo el que descansan los restos de Buenaventura Luna. Allí estarán las niñas y los niños, las viejas y los muchachos del pueblo, las “paisanas” con sus galas, los estudiantes, sus maestras y maestros, los cantores, los recitadores, las autoridades y, singularmente, los gauchos. Entre todos, recordarán -a la usanza simple de nuestra gente- a quien para ellos es, simplemente, “El Poeta”. Seguramente, luego se dirigirán al Viejo Molino, y allí continuarán el homenaje a Eusebio Dojorti, fallecido en Buenos Aires el 29 de julio de 1955.

 

No faltará quien rememore el “Canto Final”, unos bellos versos sobre el misterio del viaje hacia la muerte escritos hacia 1949, es decir mucho antes de que la enfermedad le anunciara a Dojorti el final cierto de sus días. Recién más adelante comenzaría su período de operaciones, deterioro y fatigas. Por esos años, mantiene una conmovedora correspondencia con su madre, doña Urbelina Roco, recibe la visita de Hugo del Carril durante una de sus internaciones, y es amorosamente asistido por Olga Maestre, su compañera y madre de siete de sus hijos. Sabe que el cáncer de laringe avanza y que el tiempo se le agota: una de estas hijas, Beatriz Maestre, tiene la imagen de su padre intentando silbar una melodía para dotar de música al Canto Final. O Asentimiento, como también lo llamó en algún momento.

 

En el plano personal, todo parece indicar que tuvo, respecto de la muerte, esa actitud de “asentimiento” de la que habla su poema. Pero en el área social, supo que toda una época estaba en peligro y, en ese plano, no pregonaba precisamente la resignación. Habían ocurrido los salvajes bombardeos sobre la Plaza de Mayo que buscaban escarmentar al pueblo, y matar a Juan Perón. En esas circunstancias, y éste también es su legado como hombre de la cultura nacional y popular -y por ende de la política argentina-, Eusebio Dojorti le dijo a Olga Maestre: “Este es el momento de defenderlo con los fusiles. El pueblo debería salir a las calles”. Sabía lo que decía: los escarmentadores del 16 de junio, una vez en el gobierno, decretarían la defunción de todas las conquistas sociales, y comenzaba la progresiva desaparición de aquellas formas culturales que convocaban una clara identidad nacional. Las cosas por las que había peleado toda su vida.

 

 

Canto Final

 

Si en la hora final yo me consumo

sabiendo como sé que nada alcanza

para colmar en vida la esperanza,

que todo lo que vi tan sólo es humo.

 

Si fue vano el gemir en la querella,

la risa inútil, el desvelo largo,

no es tan triste el morir, no tan amargo

el tránsito supremo hacia la estrella.

 

Si la rosa de aquella primavera,

yace en el fango, en fango convertida

y en los aires se fue desvanecida

en aire y luz el ave prisionera.

 

Aunque el dolor me anegue

no he de estallar en llanto.

Cuando la muerte llegue

le entregaré este canto.


FONTOVA-Anfiteatro Alberdi Mataderos-Zamba de la toldería

miércoles, 14 de julio de 2010

Cuatro Nombres Argentinos

Por Carlos Semorile

 

En julio de 1911, poco antes de debutar en su Santiago del Estero, Andrés Chazarreta le decía a un periodista: “En mis representaciones se verá la hermosa tradición de nuestra provincia y que a la par de la música, los bailarines interpretarán los distintos bailes criollos de antaño y que el tiempo va esfumándolos por una apatía incomprensible. Entiendo que es el momento oportuno de hacer revivir esas tradiciones y presentar al mundo civilizado sus grandezas… millares de argentinos mueren sin conocer la música tradicional creada por nuestros antepasados”.

 

Diez años más tarde, la compañía de Chazarreta recibirá un decisivo apoyo al presentarse en la siempre difícil Buenos Aires. Don Ricardo Rojas recordaba de este modo aquel ciclo memorable en el Politeama: “Presenté comentando su repertorio, y durante numerosas noches el teatro fue lugar de asambleas agitadas por una honda emoción estética y patriótica. A pesar del ‘tango argentino’, se vio que poseíamos otra danza más profunda y más pura. A pesar del cosmopolitismo, se vio que las brasas del espíritu nacional podían reencenderse al contacto del arte. Contribuían a ese efecto la variedad del repertorio, la maestría de los intérpretes, la novedad del acontecimiento; pero también la voz de Patrocino Díaz, pues el verso y la música son integrantes de la danza en toda fiesta popular argentina. El coro de las vidalas, el frenesí de la mediacaña, la elegancia del cuando, la alegría del gato, la gracia de la zamba, la ingenuidad de la firmeza, el ritmo del malambo, acompañados por la guitarra, el arpa y la caja, hicieron sentir, en la emoción del baile nativo, el alma de la patria”.

 

Efectivamente, Rojas pensaba que “el alma de las Naciones tiene también su canto”, y por eso mismo se congratulaba de haber redactado el programa de la revista Música de América, que “ha sido la tribuna que más valientemente ha preconizado las doctrinas de Eurindia en la música, en contra de un cosmopolitismo sin raza ni inspiración personal”. Aún con semejante lastre, el diagnóstico para una música propia y no imitativa, no era malo: “Todo esto será vencido por la escuela argentina que empieza a crear obras originales”. Unas páginas más adelante -y siempre en Eurindia- dirá Ricardo Rojas: “Recientes investigaciones sobre la música y danzas argentinas, han dado valor a la letra que generalmente las acompaña. Los repertorios de Chazarreta y Gómez Carrillo, ambos de reciente edición, ilustran esta materia del canto regional, en cuanto se refiere a las provincias del norte, así como hay un viejo libro de Lynch sobre el canto popular en la provincia de Buenos Aires, tal como floreció hace medio siglo. En mi ‘País de la Selva’ y en ‘Los Gauchescos’ he descripto el ambiente en que vive esta poesía, ilustrando la descripción con abundantes glosas y ejemplos”.

 

Algunas de esas “abundantes coplas” serían extractadas casi medio siglo más tarde por Buenaventura Luna e interpretadas por él mismo y por su conjunto Los Manseros del Tulum, en una grabación que en 1949 constituía toda una novedad: era la primera experiencia en el mundo entero de un “libro sonoro”. Basado entonces en El País de la Selva, el registro se constituye en una página de aquella “geografía espiritual” que Rojas reclamaba para empezar a conocernos: “Nadie que estudie el alma de aquel pueblo la habrá reconocido del todo hasta no verla cómo se regocija en sus fiestas. Allí manifiesta todas sus excelencias y defectos, bajo las formas de un mismo espectáculo sencillo y conmovedor. Allí están reunidos sus amores, sus alegrías, su cancionero, su arte y sus mitos, en tanto que, desde el fondo silencioso de sus tristezas habituales, un ansia suprema de libertar la vida arroja esa muchedumbre de almas en los desenfrenos de la bacanal”. Todas estas manifestaciones del espíritu popular se grabaron hondamente en la sensibilidad del escritor nacional y ya en la primera pista de aquel “libro sonoro”, el propio Ricardo Rojas dejaba en claro los motivos de su País de la Selva: “Este libro es la pequeña ofrenda prometida de mi corazón a aquella tierra donde viví la infancia, y donde ahora muertos de mi sangre, duermen al suave arrullo de sus frondas”.

 

Con similar nostalgia, Atahualpa Yupanqui recordaba La vidala del regreso, de Rojas: “Vuelvo cantando a estos pagos donde otros años viví… Ay, vidalita de mis paisanos, santas memorias me traen así”. Y seguía diciendo Yupanqui: “Siempre recuerdo las lecciones que daba don Ricardo Rojas sobre la praxis de folklore, sobre la filosofía de folklore, sobre esa materia tan hermosa y difícil que es la psicografía, la psiquis del paisaje la llamaba él en sus ejemplares clases de aquellos años, el ´25, el ´28, el ´30, el ´32. Nunca fui su amigo en el tramo profundo, había grandes diferencias. Mi orfandad, mi pobreza, el andar que me condenaba. Hace muchos años que no oigo el nombre de Ricardo Rojas y de sus obras. Ni siquiera en los centros culturales donde se estudia, se lee o se busca la raíz. Destino será. No sé quién gana con eso, o quién pierde. Sólo me llama alguna copla, aquella que dice: ‘ninguna fuerza se pierde, toda fuerza se gana, por pequeña que parezca’. Me place recordar a un argentino de quien tanto aprendimos y a sus reflexiones, sus desvelos, su conducta de criollo, de hombre que estudiaba, que apagaba tarde su lámpara para beneficio de la Patria. De la cultura de la Patria, de esto que llamamos Patria con tanto orgullo. Puesto que Patria significa tierra de los padres. Ésta es la Patria para nosotros los criollos. La tierra de nuestros padres”.

 

En pocas líneas, hemos nombrado a cuatro argentinos -Ricardo Rojas, Andrés Chazarreta, Atahualpa Yupanqui y Buenaventura Luna-, cuatro criollos que tal vez por sus grandes diferencias no llegaron a ser amigos “en el tramo profundo” pero que compartieron una misma pasión por el país argentino. Ellos lucharon para que dejásemos de ser un pueblo sin confianza en nuestras propias capacidades -que fatalmente desconocemos-, y cándidamente dispuestos a dejarnos intimidar por cualquier “civilización”. Habitualmente se nos dice que permanecemos anclados en el pasado pero, lejos de ello, giramos en el vacío que se produce por efecto del permanente quiebre con nuestra herencia comunitaria. Como en alguna oportunidad se escribió, cada nueva generación debe empezar todo desde cero, obligada como está a interrogar una identidad por lo menos confusa y de seguro desarraigada. Pero, ¿no hablábamos de música? Sí, y al hacerlo surgió esta trama de nombres y reflexiones sobre el destino argentino, sobre sus “supuestas” imposibilidades y sobre las reales potencialidades de la Nación. En el canto y la música popular viven algunas de estas vigorosas memorias argentinas. Y ellas siguen reclamando un futuro para nuestro pueblo.


martes, 13 de julio de 2010

Linajes Políticos, Herencias Revolucionarias

Por Carlos Semorile Maestre

 

En 1971 se daba un cambio de mando en la dictadura militar que gobernaba desde 1966: desplazado Marcelo Levingston, asumía Alejandro Agustín Lanusse y bajo su atenta supervisión se formulaban las bases y métodos del futuro Terrorismo de Estado. Una de las víctimas de aquel período represivo fue el hijo menor de Eusebio Dojorti y Olga Maestre, Juan Pablo Maestre. Militante peronista, Juan Pablo fue secuestrado en el barrio de Belgrano junto con su esposa Mirta Elena Misetich, y su cadáver fue encontrado el 13 de julio de 1971 en un zanjón de la zona de Escobar; Mirta, en cambio, permanece desaparecida desde entonces. A 39 años de aquellos tristes acontecimientos, y como un modo de homenajearlos pero también de comprender las motivaciones de sus militancias revolucionarias, escogemos estas palabras que Mónica Maestre pronunció el pasado 26 de noviembre de 2009, cuando se impuso el nombre de su padre, Buenaventura Luna, a la Hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación:

 

“Estimadas amigas y amigos, antes que nada quiero agradecer a la Casa de San Juan por la realización de este emotivo acto, y especialmente al Diputado Nacional Juan Carlos Gioja, promotor de esta justa iniciativa que hoy nos reúne en torno a la figura y la obra de Buenaventura Luna. Quiero decir que me enorgullece que una sala de la Biblioteca del Congreso Nacional lleve justamente el nombre de quien fue un gran lector de libros, de rostros, y de la realidad social y política de nuestro país. Quien lea una cosa no puede desentenderse de las otras, y mi padre mantuvo a lo largo de su vida una lectura consecuente con la Justicia Social y con el anhelo popular de llegar a construir una Nación efectivamente Libre y Soberana bajo el cielo argentino. También me llena de orgullo que nunca haya pedido menos, y que en el corazón de sus paisanos su seudónimo se asocie -intuitiva pero certeramente- con algunas de las mejores tradiciones comunitarias argentinas: la alegría del trabajo compartido, el amor derramado a modo de solidaridad, la porfía en valorarnos como pueblo pese a todo el autodesagrado inculcado a marcha forzada.

 

Digo las palabras amor solidario, alegría y autoestima social, y pienso en nuestro hermano Juan Pablo Maestre, el menor de los hijos de Olga Maestre y Eusebio Dojorti. Juan Pablo también amó los libros, y siendo muy joven llegó a ser bibliotecario de Sociología en la antigua Facultad de Filosofía y Letras. Pero también leyó en los rostros y en la dura realidad y, como nuestros padres, supo entender que la Patria es el Pueblo. En esto también se pareció a Eusebio: en su sentido compasivo de la existencia humana y en su sentido revolucionario del devenir histórico. Sin ruborizarme, y sin cederles el término a los fantoches de siempre, puedo decir que Juan Pablo fue un patriota porque peleaba por una Patria Justa que redimiera a sus hermanos. Las coincidencias con nuestro padre no acaban allí. Se prolongan en un modo de sentir la tierra y su gente, pues Juan Pablo también componía motivos argentinos, y los cantaba bellamente. Y un hecho curioso también enlaza sus nombres: en la entrada de la Biblioteca Nacional, el nombre de Juan Pablo encabeza la placa que recuerda a los bibliotecarios asesinados o desaparecidos por mandato de quienes quieren que sigamos siendo una factoría.

 

¿Por qué son importantes los libros en la vida de las personas? Cuentan que el padre de mi padre, Ricardo Dojorti, los leía a raudales y que peleaba para que el ferrocarril y el progreso llegaran a Jáchal. Mi padre siguió leyendo y, al igual que Scalabrini Ortiz, escribió que el trazado de aquellas vías violentó las rutas históricas argentinas. Su hijo continuó este largo ciclo de lecturas para intentar torcer un siglo y medio de infortunios y desdichas. Quiero decir, entonces, que celebro que esta Biblioteca resguarde el nombre de mi padre. Imagino que otro argentino puede procurar conocer los motivos que se ocultan detrás del fatalismo y la desesperanza, y Buenaventura Luna le abrirá una senda hacia la dignidad y el orgullo dentro de lo Nacional y Popular. Hoy es, además, un hermoso tiempo propicio para luchar y recrear nuestra identidad”.

lunes, 12 de julio de 2010

Porque sera que parece - EDUARDO FALU - ALBERTO CORTEZ


"Ella cuidó la casa"

Por Carlos Semorile Maestre

 

Un día como hoy pero de 1916 nacía, en la ciudad de San Juan, Dora Olga Maestre, la compañera de Eusebio de Jesús Dojorti y madre de siete de sus hijos: Marta Olga Maestre, José María "Marucho" Maestre, Brígida del Carmen Maestre, Beatriz Maestre, Mónica del Rosario Maestre, Eusebio de Jesús Maestre y Juan Pablo Maestre. Es para Olga Maestre que Eusebio Dojorti escribió los versos de "Por qué será que parece", y seguramente se inspiró en su ternura de mujer y madre para escribir las líneas que siguen:

 

Nunca he podido olvidar las cuatro palabras del epitafio antiguo: “Ella cuidó la casa”…

“Ella cuidó la casa…”. Lo habrá escrito alguna mano temblorosa de amor y sufrimiento. Ahí está el hombre ENTERO…, su alimento de dolor…, su NO poder llorar la tristeza lenta de la viudez paterna…, de la orfandad de sus hijos…, de su nocturna desolación ante los días…

“Ella cuidó la casa”… Nadie le ha dicho más al corazón de una mujer, seguramente porque aquella mano… temblorosa de amor y sufrimiento no escribió para la mujer de sus amores, sino para la ausente de su amor: para la madre…

“Ella cuidó la casa”… ¡Qué sencillo!..., como que es sencilla siempre la ciencia insuperable del sentimiento. Como es sencilla la ciencia que asciende desde el corazón del pueblo, hasta hacerle decir al rústico y acaso analfabeto trovador de la guitarra:


“En lo tocante a mujeres…,

tienen ellas señalau un alto destino fijo:

que no hay amor bien lograu,

sino está santificau por la alegría de un hijo”.

 

Y todavía este otro sentido estrictamente cristiano del hogar:

 

“Con la mujer salidora el más toro se atraganta.

Pero la madre que canta cosiendo ropa pal hijo,

es güena criolla y, de fijo, poco menos que una santa”.

 

Ciencia del pueblo que siempre ha acertado a ver a la madre por sobre la mujer, hasta el extremo de identificar a aquélla con la misma tierra:

 

“La tierra tamién es hembra…,

dichoso del que la siembra”.

Ciencia del pueblo, del pueblo de abajo que sabe que a la tierra ha de volver… y volver dichoso, porque entretanto la tierra lo alimenta y le da calor como el regazo al hijo:

 

“La tierra tamién es hembra…,

dichoso del que la siembra!...”

 

Ciencia del pueblo, ciencia de mis viejos paisanos sanjuaninos que adivinan los misterios de la noche y del destino, que comprenden la secreta comunión de los seres con las cosas y que son capaces de identificar la maternidad de la tierra con la mujer madre. Con la mujer madre, que como la tierra, oculta el secreto del milagro de la vida y que, por eso, es confidente de Dios en el amor del hijo y en el amor del fruto… y en el sagrado murmullo de la oración y la plegaria.


¿Qué decimos cuando decimos “Buenaventura Luna”?

Por Carlos Semorile

 

Cuando decimos “Buenaventura Luna” deberíamos comprender que decimos algo más que las dos o tres cosas con que inevitablemente queda asociado una figura en la era del ícono y bajo la ominosa sombra del cliché. Decimos su nombre y recordamos “Vallecito”, pero Luna es autor de más 220 temas que pertenecen a los géneros más diversos dentro de la música nativa. Tiene una mayoría de canciones, pero también tiene bailecitos, chacareras, cuecas, estilos, gatos, milongas, tonadas, valses, zambas, un par de villancicos, y hasta alguna cifra, algún triunfo, algún cuando y alguna vidala. Semejante riqueza y variedad musical, que se aparta de la clásica estampa del compositor cuyano de tonadas, es el fruto de un trabajo de parcería con cerca de cuarenta nombres provenientes de distintas historias y diversas regiones. Pero es a la vez la labor de un notable músico que no tuvo estudios académicos: Buenaventura firma en solitario cincuenta de estas composiciones musicales.

 

Mencionar a Luna, muchas veces provoca una asociación inmediata con su conjunto más afamado, La Tropilla de Huachi-Pampa, aunque involuntariamente luego se deslizan algunos errores. Debemos decir, entonces, que los formó -en el sentido más amplio de la palabra- y los trajo a Buenos Aires, que fue su productor ejecutivo y su director artístico. Similares funciones cumplió con respecto a Los Pastores de Abra-Pampa y Los Manseros del Tulum, y hacia el final de sus días se proponía hacer lo propio con un dúo de sanjuaninos al que había bautizado como Los Nocheros. Siendo breves, y por ello mismo injustos, diremos que por sus conjuntos pasaron “El Negro” Diego Manuel Canales, Antonio Tormo, Remberto Narváez, José Báez, El Zarco Alejo (José Castorina), Juan Gregorio Bustos, Alfonso y Zabala, Ángeles del Castillo, “El Negro” Jorge Durán, Nicolás Venancio Lamadrid, los hermanos Navarro, “El Chango” Marcos Arce, Ángel Linares, Eduardo Falú, Oscar Valles, Fernando Portal, Mario Arnedo Gallo e Hilario Pueyo. Y cuando unos muchachos amigos se estaban juntando, Buenaventura los bautizó hermosamente como Los Quilla Huasi: Los Cantores de la Casa de la Luna.

 

Decir “Buenaventura Luna” es mencionar sus más de 120 poemas, y sus cientos de rimas “que le brotaban”, al igual que cientos de glosas. Es hablar de sus 20 años de trabajos literarios delicadamente preparados para la radiotelefonía argentina; es decir, para sus oyentes criollos o gringos pero con un trascendente contenido nacional. Hablamos de 20 años de libretos pautados hasta la obsesión con el objeto de producir el impacto emocional y la ferviente adhesión que sus audiciones conseguían en el público. Pensamos en programas que supieron ser exitosos en la época de oro de la radio y aún en las radios más exigentes del momento como El Mundo, Belgrano o Splendid, las mismas que hacían llegar su voz profunda a todos los rincones de la Patria, e inclusive a países hermanos como Bolivia y Paraguay. Decimos, entonces, El Fogón de los Arrieros, San Juan y su Vida, Seis Estampas Argentinas y Al paso que van los años, y hablamos de su vinculación con pioneros de la radiotelefonía como Pablo Osvaldo Valle o José Laureano Rocha de Radio Colón de San Juan.

 

Pero también nos referimos a sus proyectos por democratizar la palabra y ampliar el abanico de lo verdaderamente regional, y decimos El Canto Perdido y Un Mensaje de Cuyo, amén de sus reflexiones críticas sobre la decadencia del medio a manos de los “mercaderes de la onda”. Hablamos, en fin, de sus trabajos en radios de Uruguay y de Chile cuando, por ejemplo, las emisoras de Santiago todavía no irradiaban los trabajos recopilativos de la Violeta Parra. Son cientos de libretos, cientos de horas para que -a través del medio masivo por excelencia de aquellos años- sus paisanos del país todo pudiesen mirarse en un espejo que les devolviera, al fin de tantos desprecios, una imagen digna de ellos mismos. Y pretendió hacer eso mismo desde el cine, pero sus argumentos cinematográficos no llegaron a pasar del papel al celuloide. Al menos, en 1942 participó junto a su Tropilla de Huachi-Pampa de la película Sinfonía Argentina, hoy lamentablemente perdida.

 

Decimos Eusebio de Jesús Dojorti y hablamos de sus más de 25 años trabajando como periodista, su primer y permanente oficio. Primero en San Juan y dentro del Bloquismo, para Reforma y Debates, y luego oponiéndose al pacto anti-irigoyenista del Cantonismo con los conservadores, ya como director de La Montaña. Más tarde, en Buenos Aires, publicando en Crítica, El Hogar, Sintonía, Democracia y Noticias Gráficas, además de hacerlo en medios trasandinos como La Nación y Vea. Fueron casi 30 años de vida pública, y debemos mencionar al menos tres cosas más de este infatigable Eusebio Dojorti. En 1933, fundó un partido político, la Unión Regional Intransigente, para la cual escribió un Manifiesto fundacional que es un impresionante documento que aún hoy continúa revelando la batalla cultural en que se dirime la vida comunitaria argentina. Años más tarde, lo encontramos colaborando desde la Capital Federal con las víctimas del terrible terremoto que en enero de 1944 asoló a su provincia. Forma parte de la Asociación pro reconstrucción de San Juan, y específicamente elabora la propuesta que eleva la Sub-Comisión de Trabajo, un instrumento invalorable que debería estudiarse en las facultades que forman economistas, para que éstos adviertan la ligazón que existe entre los saldos exportables y la dignidad humana.

 

Profundizando esa misma línea de pensamiento, en 1952 recorrerá el Camino Internacional a Chile por el paso de Agua Negra. Contratado por el gobierno sanjuanino, realiza una serie de notas y de trabajos periodísticos en los que pone su firma y su prestigio al servicio de “publicitar”, noble y lealmente, la necesidad de la integración política y comercial. Es el paso de la soberanía nacional al viejo sueño de los héroes: la Nación Latinoamericana. Y puede decirse que allí está todo, el pasado en común, los nombres indígenas compartidos, los oficios de ayer y los del presente, los potenciales desarrollos industriales, científicos y técnicos. En una palabra, el futuro: el trabajo, la prosperidad y la felicidad del pueblo. Tiene 46 años, hace un buen trecho subido al lomo de una mula, y cuando pasa al Elqui, el valle encantado de Gabriela Mistral, lo acompaña su idea de siempre: “Una forma de civilización puede derrumbarse y se derrumba; pero la cultura no”. Hoy, tras el acuerdo firmado en octubre de 2009 entre las presidentas Michelle Bachelet y Cristina Fernández de Kirchner, el paso de Agua Negra vuelve a ser prioritario en la agenda binacional. Y pensamos si no lograría integrarnos todavía más si a su tramo chileno, que lleva el nombre de Gabriela Mistral, se lo acompaña de este lado de la Cordillera con un nombre “donosamente argentino”: el de Buenaventura Luna.


Carlos Gardel, el Tata Cedrón, Buenaventura Luna y el Canto Nativo

Por Carlos Semorile

 

En la edición del sábado 3 de julio de Página/12, y en el suplemento cultural del periódico Miradas al Sur del domingo 11 de junio, sendas notas se ocupan de registrar el repertorio que por estos días encara Juan “Tata” Cedrón: Milongas del campo, titula Mariana Merlo para la revista Asterisco. En la entrevista de Karina Micheletto, es el propio Tata quien define el rumbo y asimismo sus antecedentes: “Elegí las cosas criollas de Gardel, las tonadas de Saúl Salinas y de Francisco Martino, que cantó con Gardel en sus comienzos, fundadores de ese estilo de voces y cultores de ese folklore cuyano y pampeano tan rico. Como decía Buenaventura Luna, ese folklore venía de los fogones del ejército de San Martín, donde se juntaban los paisanos de toda Latinoamérica a compartir su música, ése fue un verdadero germen para la música cuyana”.

 

Efectivamente, en sus Reflexiones acerca del Canto Nativo, Buenaventura Luna consignó con las siguientes palabras este hecho que menciona Juan Cedrón:

 

  Yendo y viniendo, en Cuyo dejó su copla y su cantar el hombre del llano, el de la ribera, el de la selva... Por otra parte, la circunstancia de haberse organizado al pie del Aconcagua el Ejército del Libertador, debe inducirnos a creer que en los fogones de El Plumerillo se oyeron durante años los tristes, cifras, cielos y milongas de la llanura, los aires cordobeses, las chacareras santiagueñas, las vidalas calchaquíes.

jueves, 8 de julio de 2010

Los orígenes. Un soldado irlandés llamado John Dougherty.

Por Carlos Semorile

 

Tal vez la mejor manera de comenzar a hablar de Buenaventura Luna sea conociendo la peculiar genealogía del verdadero apellido del poeta sanjuanino. Cien años antes de su nacimiento, su tatarabuelo había llegado al entonces Virreinato del Río de la Plata formando parte del plan de anexión que significaron las Primeras Invasiones Inglesas. Claro que John Dougherty, que así se llamaba este tatarabuelo de Eusebio Dojorti, era un simple soldado irlandés al que imaginamos siendo embarcado por razones ajenas a su voluntad rumbo a un destino desconocido.

 

En Irlanda habían fracasado recientemente dos rebeliones contra el opresor inglés (las de 1798 y 1803), y los vencidos fueron incorporados mediante leva forzosa a las fuerzas británicas como, por ejemplo, las del célebre Regimiento 71 que formó parte de la intentona en América del Sur. De modo que a este John Dougherty le tocó llegar a la remota Buenos Aires bajo las órdenes de los oficiales ingleses que ocuparon la ciudad para regocijo del “Times”: "En este momento Buenos Aires forma parte del Imperio Británico”.

 

Mientras cosas como estas se escribían en Londres, soldados como Dougherty estaban cuidando los intereses de su Majestad en esta parte del mundo: la mercadería que los ingleses habían traído para vender en América, las vidas de las familias que originalmente iban a colonizar el África del Sur y ahora lo harían en el Río de la Plata, el Fuerte en el que estuvieron a punto de ser volados por las minas con las que un grupo de catalanes pensaba deshacerse del grueso del ejército invasor. Seguramente supo de las deserciones de sus compatriotas y del bando que emitió Beresford para intentar frenarlas a toda costa. Conocería de cerca, y desde antes, esa levadura que iba a influir decisivamente en las cruentas jornadas de agosto de 1806: el odio al conquistador. Como tantos otros, peleó en la ciudad exasperada, se replegó en la Plaza Mayor y, finalmente, entró a la Fortaleza antes de que la multitud la rodeara y estuviera a punto de tomarla por asalto. Rendición mediante, salió del Fuerte y cruzó la Plaza hasta el Cabildo para depositar frente a Liniers el arma que los ingleses le habían hecho empuñar en pos de conseguir y asegurar “nuevos mercados”.

 

Mientras el irlandés John Dougherty, ahora prisionero de los patriotas, permanecía “internado” en la ciudad de San Juan, “la Defensa” de Buenos Aires venía a sumarse a la Reconquista, y juntas se convertían en la peor derrota británica durante el período de las Guerras Napoleónicas. Sin embargo, su Ministro de Guerra nunca había creído que la estrategia pasase por lo estrictamente militar: el Memorial de Henry Castlereagh postulaba que “la apertura a nuestras manufacturas” se lograría por la vía de un imperialismo de índole comercial, sin ocupación territorial. Eso es lo que se piensa y se proyecta en Inglaterra mientras que aquí, tras la victoria, humanitariamente se les permite a los prisioneros decidir si regresan o si se quedan.

 

El prisionero John Dougherty, como tantos irlandeses -católicos o no- prefirió quedarse, y en los años que siguieron su nombre se castellanizó de John a Juan y su apellido se acriolló como Dojorti. Nacieron entonces los hijos de Juan Dojorti y de María Cabot, pariente del Teniente Coronel Juan Manuel Cabot, futuro Comandante de la División del Norte del Ejército de los Andes.

 

Casi un siglo y medio más tarde, Buenaventura Luna retrataría ese tiempo de la epopeya de un pueblo cuyos conductores fueron “los Belgrano, los San Martín, los Güemes, los Carreras, los O´Higgins, los Freire, o los Manuel Rodríguez, o los Balcarce que, de un modo u otro, hicieron posible la posterior y resultante independencia política y jurídica de nuestras naciones”. Como se observa, la independencia económica había quedado pendiente desde que los empréstitos rivadavianos nos entregaron sometidos al interés británico. El “librecambio” comienza a inundar el interior de manufactura inglesa y a llevarse nuestras materias primas en bruto y sin trabajo agregado a través de una red ferroviaria distorsionada. La tierra que el bisabuelo de Eusebio había comprado en Huaco, la que sus abuelos habían trabajado durante el ciclo próspero del engorde de ganado -destinado a las minas vecinas de Chile, Bolivia y Perú-, y en el que inclusive habían restaurado un viejo molino harinero que atendía la demanda de varias provincias a la redonda, era la misma tierra que languidecía cuando su padre, Ricardo Dojorti, luchaba para que el tendido de la vía férrea los dejase “entrar en el progreso”. Don Ricardo moriría sin ver terminadas las obras del ferrocarril a Jáchal, la ciudad que lo tuvo como su primer intendente. Pero acaso ese destino lo amparó de un trago todavía más amargo porque, cuando finalmente llegó, el trazado no formaba parte de una red, sino que era una “estación terminal, casi vía muerta: el ferrocarril llevó mercaderías baratas y Jáchal ya no tenía qué exportar, ni condiciones competitivas con los productores del Litoral”. Su hijo, el precoz Eusebio Dojorti, llegaría a la comprensión de que la semicolonia beneficiaba a unos pocos. Al resto, necesariamente, los “deprimía”:

 

La expresión “Provincias Unidas del Sud” es anterior a nuestra actual denominación de República Argentina, justamente porque las provincias son anteriores a la Nación, al punto que ésta resulta de la unión de aquellas. Y al  hablar de esa unión, nuestros padres -los que por fin de tantas luchas plasmaron las formas jurídicas de la patria-, no lo hacían por mero devaneo literario ni por cálculo diplomático. Lo hacían porque, en efecto, la unión espiritual de las provincias entre sí, fue mucho más estrecha en los primeros años de la organización nacional, que en la actualidad. Si bien se observa, hoy por hoy cada provincia se halla comunicada a la Nación, pero por intermedio del cordón umbilical, o de los varios cordones umbilicales de Buenos Aires, a cuyo puerto se orientan casi exclusivamente todos los caminos, como al vértice de un inmenso abanico. Antiguamente, era intenso el tráfico entre Cuyo con la llanura del Este o con las provincias del Norte, del Centro y del Litoral. De Cuyo salía el vino, las pasas, el aguardiente, mientras llegaban a la región los ganados de Córdoba, el azúcar y otros productos de Tucumán, todo ello mediante un activo tránsito de arrieros o reseros de las distintas zonas afectadas. El ferrocarril ha desalojado al caballo y ha traído el flete caro. De modo que, en rigor, y en lo que se refiere al hombre de pueblo pobre, de abajo, Tucumán, por ejemplo, está mucho más lejos para los sanjuaninos de ahora que para los de hace setenta años. Ni ferrocarril ni otros medios de locomoción modernos son accesibles al provinciano del pueblo, que en otro tiempo “acortaba” efectivamente las distancias, no obstante el paso lerdo de sus mulas cargueras. De todas suertes, el hecho que observamos demuestra el empobrecimiento del criollo que se queda rezagado en su patria próspera.


"Un hombre andariego"

Por Carlos Semorile

 

En 1922, con apenas 16 años, Eusebio Dojorti regresa a Huaco luego de recorrer la patria de punta a punta. Allí, en una comarca que habiendo conocido tiempos mejores ya había comenzado a languidecer, oficia de “traductor” para su pueblo sobre los cambios y progresos que se daban en el país argentino. El siguiente texto revela que, desde muy joven, el futuro Buenaventura Luna poseía una conciencia moderna y lúcida sobre la necesidad del desarrollo para integrarse al futuro.

 

 Quien adquiere en la infancia el hábito de la lectura al margen de los textos escolares, está siempre más expuesto que otro cualquiera a echarse tempranamente por los caminos del mundo. Es el caso de Buenaventura Luna. A los 16 años estaba de vuelta en su pago. Y ya refería a las personas mayores las mil incidencias de su caminar errabundo. Así se enteraron los “Tata Viejos” de Huaco que en Villa Valeria se feriaban muy baratas las vacas; que en Comodoro Rivadavia se reclamaban brazos y pulmones “juertes” para los nuevos trabajos del petróleo; que en San Rafael comenzaban a invernar haciendas destinadas a Chile; que Zárate había nada menos que una fábrica de papel; que en el Litoral y La Pampa “los gringos” recogían a máquina sus trigos. Tenía amigos en Ibicuy y buenos recuerdos de Rosario de Tala. En Nogoyá altercara con un policía y en Balnearia con un “linyera”. Pudo haber ido a resistencia pero en Laguna Paiva lo desanimaron unos ferroviarios. Aprendió a fumar cigarritos de hoja en La Cocha tucumana, contempló las maravillas del paisaje en la Cuesta del Clavillo y, haciendo largo rodeo por Andalgalá, cayó a Los Tres Puentes, al pie del Ambato, a golosinear los exquisitos dulces caseros de ña Teresa. Y tras de persuadirse de que el solar de Fray Mamerto Esquiú “era un ranchito como el de cualquier otro pobre”, anduvo urgueteando olivares y uñigales en Aimogasta, Los Molinos, Anjullón. Por la Cuesta del Diablo pasó con un vaso de vino “casi verde” de Chilecito; en Los Pozuelos lo vieron cutamiando algarroba; en Punta del Agua lo hallaron en un fandango de “pata en quincha”. Y después de todo esto, que está bien lejos de ser todo, se puede afirmar con seguridad que Buenaventura Luna conoce como pocos el campo argentino.