El Pensamiento de Buenaventura Luna

Eusebio de Jesús Dojorti, popularmente conocido como Buenaventura Luna, fue un destacado folklorista sanjuanino nacido en 1906 en Huaco y fallecido en 1955 en la ciudad de Buenos Aires. Pese a que éste es su perfil más conocido, su trayectoria pública tuvo muchas otras facetas: fue militante político, periodista, escritor costumbrista; creador, director y productor artístico de grupos de música nativa; libretista y animador de sus propios programas radiales; poeta, músico, letrista y recitador. En cada una de estas áreas puede rastrearse una rabiosa piedad política por el semejante, por el hombre y la mujer humildes del país argentino, por la Justicia Social. Este blog intentará dar cuenta de la originalidad y la riqueza que Dojorti/Luna desarrolló en su infatigable laborar en el ámbito de la Cultura Popular: una reflexión que puede enmarcarse dentro del Pensamiento Nacional pero también, y a la vez, un pensamiento propio. Un Pensamiento Dojortiano.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Eusebio Dojorti y la Cuestión Nacional (Segunda Parte)


En 1930, la juventud bloquista que encabezaba Dojorti presentó un documento que planteaba la reorganización del partido. Cantoni no vio con buenos ojos al grupo disidente y los expulsó del bloquismo. Mientras tanto, aceitaba sus contactos con el general Justo, primer presidente “electo” de la Década Infame, y accedía por segunda vez a la gobernación a fines de 1931. Los expulsados se organizaron en el grupo La Montaña, así llamado por su intención de reflotar un semanario de la juventud bloquista. Dice Garcés: “Poco antes de la asunción del nuevo gobierno de Federico, el 12 de mayo de 1932, éste había denostado con fuertes epítetos en un mitin realizado en un cine céntrico, a ‘esos muchachos de La Montaña', augurándoles un futuro muy negro por haberse atrevido a desafiar al líder”. Las amenazas no tardaron en concretarse: una patota armada se presentó en la imprenta y secuestró el diario, a su director (Dojorti), a los redactores Juan José Montilla y Carlos Miscovich, y más tarde a Enrique Haagendal. Desde ese momento, pasaron a ser detenidos-desaparecidos.

Sin embargo, desde el sótano de la casa del gobernador, Dojorti logró enviar un telegrama a Justo donde denunciaba su situación (amenazado de muerte por Cantoni) y la de sus compañeros, trasladados de comisaría en comisaría para burlar los recursos de hábeas corpus. El caso repercutió en los diarios nacionales, y comenzó una batalla mediática en torno a la verdad o falsedad de los dichos de Dojorti. Cantoni sostenía que se habían ido de la provincia por sus propios medios y que, desde la comodidad de su retiro, posaban de mártires. Pero la anunciada visita de una comisión investigadora nacional complicaba las cosas, y fueron llevados al departamento de Calingasta. Si hasta aquí la movilización y las denuncias habían logrado hacer “visibles” a los secuestrados, con lo cual probablemente habían salvado sus vidas, el nuevo “traslado” volvía a dejarlos en situación de desamparo.

Pasarían los siguientes 70 días en la cárcel de Tamberías, engrillados, mal alimentados y casi sin abrigo. Quiso la fortuna que uno de los soldados fuese Rodolfo Flores, antiguo empleado de la finca de los Dojorti: con su ayuda, y la de otros milicianos, los periodistas prepararon la fuga. Que se produjo el 31 de julio, y derivó en un tiroteo que dejó un policía herido. Fracasado el intento de huir en el móvil policial, Miscovich se alejó a buscar otro auto. Rodeado, el grupo de Dojorti se refugió en las montañas perdiendo contacto con Miscovich. La fuga dejó mal parado al gobierno que inventó una supuesta “Revolución de Calingasta”, un ataque de sediciosos llegados desde Mendoza. Mientras tanto, mandaba tropas para buscar a los evadidos, blanqueaba las paredes en las que los muchachos habían dejado leyendas durante su cautiverio, y trasladaba a los soldados que habían participado de la custodia para que no hablasen con la prensa. Pero ellos lograrían burlar a quienes los buscaban “vivos o muertos”, gracias a la ayuda del maestro y baqueano Juan Astudillo. Tras vivir una verdadera odisea en la cordillera, el 8 de agosto arribaron a la estancia Yaguaraz, en territorio mendocino. Al llegar a la ciudad de Mendoza, unas tres mil personas se reunieron a escuchar los discursos de Dojorti y Montilla que denunciaron la farsa de “La Revolución de Calingasta”.

Pero faltaba Miscovich. Tribuna decía que “Dojorti ha manifestado que su compañero Miscovich desapareció en la obscuridad de la noche y que teme que haya sido apresado por la policía y que se lo torture a fin de que declare en contra de sus compañeros”. Miscovich, finalmente, también pudo romper el cerco y ponerse a salvo, pero nos interesa rescatar que Dojorti usa la palabra “compañeros”. Y eso nos lleva a situar las cosas en otro lugar. Los que iban a editar un diario y fueron secuestrados y desaparecidos, los que estuvieron más de 70 días engrillados, los que se fugaron a los tiros, los que eludieron la cacería y quisieron testimoniar para salvar al compañero aún desaparecido, eran militantes políticos.

En 1933, Dojorti enfrentaría a Cantoni desde la Unión Regional Intransigente, partido para el que escribió un vibrante Manifiesto que contiene un insoslayable análisis de los dilemas fundamentales de la Argentina. Eusebio no alcanzaría la banca de diputado y abandonaría la política partidaria para convertirse en “el Buenaventura Luna de la radio”. En 1934, Cantoni sufrió un cruento golpe de estado que lo llevó a reconocer lo erróneo de su alianza con los conservadores. Ya no volvería a equivocarse. Luego de algunos escarceos con el coronel Perón, tuvo un gesto inédito: recomendó disolver el bloquismo pues la existencia del peronismo aseguraba la Justicia Social para “la chusma de alpargata”. Por su parte, Eusebio también había adherido a la causa de los descamisados. Cantoni y Dojorti volverían a cruzarse, años más tarde, en la Avenida de Mayo, a pocas cuadras de donde fueron atacados en el verano de 1928. Eusebio se levantó de su silla y se sacó el sombrero. Federico se acercó hasta su mesa. Y los dos hombres se estrecharon las manos.

Por Carlos Semorile.

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